La inquietud de conocer, de saber, de investigar que surge frecuentemente después de un hallazgo inesperado e insólito me alienta, me reconforta; me coloca el deseo en el lugar adecuado para comprender.
Mi familia y mis amigos, el mundo en que vivo, el acceso a sus entrañas, entresijos, mecanismos para transformar lo nocivo, lo injusto, lo dañino.
Y definitivamente, el teatro para conmoverme, imaginar, amar. Ese lugar privilegiado en donde vernos, reconocernos y empeñarnos en ser mejores personas.
Cuando empecé a escribir Los días de la sed sólo quería dignificar la memoria de mis mayores, ofrecerles un final feliz a través de las palabras, acciones, emociones. Homenajear a mi padrino, a mi abuela y a mi madre. Pero ahora me inquieta rescatar del olvido cientos y cientos de historias de personas con nombres y apellidos, hacerlas activas y vivas e irrepetibles, aunque sólo sea en el brevísimo tiempo de la representación. Que su silencio resuene mientras nos damos la mano y nos brindamos una caricia. Y luego nos tomamos una caña y zampamos un pincho de tortilla y unas croquetas.
Todos los días son extraordinarios, todas las miradas formidables. Renuncio al deseo de notoriedad porque amo a las personas con todas sus contradicciones y con todos sus errores. Es fundamental y necesario que nos ayudemos para sobrevivir y aprender, realmente, a enternecernos sin miedo.
Gracias, a todas las personas que he conocido en mi breve vida, sin excepción. Hasta quien me ha hecho sufrir y me ha decepcionado ha contribuido a mi continuo aprendizaje.
Gracias a mi familia por ser y estar siempre. Gracias a mis amigas y a mis amigos por recordarme por qué escribo, por qué dirijo, por qué leo y por qué persevero en la investigación y en la creación.
Gracias.
Feliz sábado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario